Entras
por octubre bajando Aviador Durán, desembocando a esa plaza que todo
lo puede, y te viene el olor dulzón de los piñonates de esos
vendedores ambulantes a los que has visto envejecer en el espejo de
tu memoria. Porque son los mismos que venían cuando le dabas la mano
a tu padre y se te empalagaban los ojos en esa tapa de mármol donde
estos artesanos esparcían sus alfombras de piñones y caramelo.
Vendedores
que anunciaban que octubre, con el amor a cuestas, traía consigo una
particular primavera, un tiempo en el que la vida le concede al
roteño una nueva oportunidad. Y allí, en la misma confluencia de
esa calle que fue de barberos, alcaldes y zapateros, levantaban sus
catedrales de plástico y almendra, con la misma convicción y
maestría que un artista del Renacimiento, esos vendedores que venían
de Palma del Río o de Lebrija o de Puente Genil. Anunciadores de las
vísperas gloriosas que envolvían a una ciudad que preparaba su
traje de fiesta.
También
los niños nos dábamos cuenta en ese ve y tráeme de las
vecinas escamondando el patio que algo iba a pasar. Y pasaba. Todos
los años pasaba cuando, como una bendita aparición de otoño, esos
herederos de nuestros amores, que aún se resistían a vivir en el
pueblo, entraban cortando el aire con una capacha y con un buenos
días que rozaba el recuerdo del desprevenido. Porque octubre
también venía acompañado de estos embajadores de luto perpetuo,
anunciando al pueblo con la fumata blanquísima del tabaco negro que
le salía de entre los dedos, historias que ya no se cuentan. Y traía
a mi tío abuelo Juan Tomatito que, mirando atrás y con media
nostalgia a cuestas, había partido temprano de su Rancho
llevándose consigo la soledad de su higuera sin hojas y la suya
propia, como si una no bastara. Emprendía su Estación de Gloria
haciéndole caso a su instinto natural de oler la llegada de Patronas
y Jueves Santos, sin mirar calendario. Todo un ritual que le iba en
la sangre, heredado que no aprendido.
Y a pesar
de que ya hacía tiempo que no venía, en Rota siempre tenía que
hacer poca cosa, quizás alguna visita al banco para asegurarse que
tenía lo mismo de siempre, algún beso robado de los nietos y la
ceremonial entrada por la puerta de mi casa, que era de su hermana,
cargado de huevos, cebollas y papas. ¡Qué olor traía Juan Tomatito
a tierra y memoria! ¡Cuánto amor el que vuelve!, que diría
ese verso de don Ángel que regresó muchos años a las páginas de
Rota y el Rosario desde su exilio de Castilla.
Así que
cada vez que llegan los vendedores ambulantes, me acuerdo siempre de
Juan Tomatito y de todos los besos que su hermana le plantaba en la
cara para que tuviese bastantes hasta Semana Santa. Cuando la Virgen
entraba por una de las puertas de la ciudad tumbando muros y horas,
mi tío abuelo emprendía el viaje de regreso por el camino más
corto hasta su paraíso de cañas y liños derretidos, que no es otra
cosa que nuestra propia Historia que se nos va de entre las manos.
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