miércoles, 23 de abril de 2014

Flores de mármol

La ciudad tiene su propio Tiempo, creado sólo para ella y convertido en un eterno presente en el que parece que todo volverá a ser igual. Es mentira, todo será distinto. Porque tú tampoco eres el mismo, porque tu Tiempo pasa sin remedio y porque únicamente eres las Cuaresmas que te quedan. El Domingo se presentará radiante de palmas nuevas y tú volverás a estrenar la mano de tu madre que te lleva a la ermita, los claroscuros de tu habitación abrochándote la túnica, el brazo en el hombro de la que hoy es tu mujer buscando la Madrugada acostumbrada de morado beso. 

Todo es mentira. Este Tiempo sólo le pertenece a la ciudad, para ti sólo son sombras de tu pasado. Ahora entiendo por qué los niños del Domingo, con una hombría que aún no le cabe en el pecho, ya no quieren la cara descubierta. Y es que saben que la vida les da una nueva oportunidad, por eso en el Domingo están todos los niños de todas las edades, porque hoy empieza la vida y porque justamente hoy termina la infancia. Mañana lunes ya seremos adultos y Dios empezará a morir. Entonces la memoria comenzará a herirte y te darás cuenta que la luz de la Semana Santa es, a veces, engañosa porque deja al descubierto tu alma de carne y ceniza in ictu oculi (en un abrir y cerrar de ojos).
Este Domingo, cuando se recoja la Cofradía, veré cómo un hermano saldrá de la capilla con un ramillete de astromelias que horas antes había pertenecido a la Virgen de su mesita de noche. Se lo habrá pedido al mayordomo para la tumba de su padre, para ése que lo fue todo en la Hermandad; para el que se marchó con su túnica puesta; para ese niño – hombre que jugó a rellenar de aceite una mariposa que le daba luz a un Crucificado sin Hermandad, con un pie herido de hacha y abierto de par en par.
 

Azulejo de la Hdad. de la Soledad de Sevilla en el cementerio
Y ahora que parece que no hay marcha atrás, yo también cojo un ramo de flores (metáfora de este artículo) que le he pedido al mayordomo para llevarlo sobre la fría memoria de aquéllos que hicieron de su vida una Semana Santa. Me agacho hasta el mármol donde los tallos caen como batutas sobre el maestro Galán y los pétalos armónicos se deshacen delante del nombre de latón que hoy luce General Berenguer al son de su Himno a Nuestra Señora del Rosario. Agarro unos lirios y adorno suavemente el recuerdo de José el Chato y de Manuel Acosta el sevillano, capataces viejos que llaman juntos a las primaveras de Ramón el cubano y Vitoriano Florido. Arranco de raíz el recuerdo de la ciudad intentando llenar el negro vacío de Joaquín Zapata y de Manuel Caballero que, aunque sólo gozaron de una vida terrenal, se ganaron tres vidas en el cielo. Siembro en la lápida de d. Ignacio los versos del pregón que nunca se volvió a repetir y recojo flores de cera que J.Mª Delgado y Valderrama olvidaron en el regazo de su Madre Dolores cuando ese Jueves enterraron a su Hijo. Un negro entierro de luz y de esparto al que acudieron sin previo aviso las soledades del sargento Elías y del Pili.
De vuelta a la rutina de siempre tomo el cardo y la rosa que crece a los pies de una cruz que no dice mentiras y los dejo en el recuerdo de Santiago, que hoy porta la cruz de un Domingo que ahora entiendo que no acabará nunca y que me conduce, por el camino más corto, a un pie herido de hacha y abierto de par en par.

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