La ciudad tiene su propio Tiempo, creado sólo para ella y
convertido en un eterno presente en el que parece que todo volverá a ser igual.
Es mentira, todo será distinto. Porque tú tampoco eres el mismo, porque tu
Tiempo pasa sin remedio y porque únicamente eres las Cuaresmas que te quedan.
El Domingo se presentará radiante de palmas nuevas y tú volverás a estrenar la
mano de tu madre que te lleva a la ermita, los claroscuros de tu habitación
abrochándote la túnica, el brazo en el hombro de la que hoy es tu mujer
buscando la Madrugada acostumbrada de morado beso.
Todo es mentira. Este Tiempo sólo le pertenece a la ciudad,
para ti sólo son sombras de tu pasado. Ahora entiendo por qué los niños del
Domingo, con una hombría que aún no le cabe en el pecho, ya no quieren la cara
descubierta. Y es que saben que la vida les da una nueva oportunidad, por eso
en el Domingo están todos los niños de todas las edades, porque hoy empieza la
vida y porque justamente hoy termina la infancia. Mañana lunes ya seremos
adultos y Dios empezará a morir. Entonces la memoria comenzará a herirte y te
darás cuenta que la luz de la Semana Santa es, a veces, engañosa porque deja al
descubierto tu alma de carne y ceniza in ictu oculi (en un abrir y cerrar de
ojos).
Este Domingo, cuando se recoja la Cofradía, veré cómo un
hermano saldrá de la capilla con un ramillete de astromelias que horas antes
había pertenecido a la Virgen de su mesita de noche. Se lo habrá pedido al
mayordomo para la tumba de su padre, para ése que lo fue todo en la Hermandad;
para el que se marchó con su túnica puesta; para ese niño – hombre que jugó a
rellenar de aceite una mariposa que le daba luz a un Crucificado sin Hermandad,
con un pie herido de hacha y abierto de par en par.
Azulejo de la Hdad. de la Soledad de Sevilla en el cementerio |
Y ahora que parece que no hay marcha atrás, yo también cojo
un ramo de flores (metáfora de este artículo) que le he pedido al mayordomo
para llevarlo sobre la fría memoria de aquéllos que hicieron de su vida una
Semana Santa. Me agacho hasta el mármol donde los tallos caen como batutas
sobre el maestro Galán y los pétalos armónicos se deshacen delante del nombre
de latón que hoy luce General Berenguer al son de su Himno a Nuestra Señora del Rosario. Agarro unos lirios y adorno
suavemente el recuerdo de José el Chato
y de Manuel Acosta el sevillano,
capataces viejos que llaman juntos a las primaveras de Ramón el cubano y Vitoriano Florido. Arranco
de raíz el recuerdo de la ciudad intentando llenar el negro vacío de Joaquín
Zapata y de Manuel Caballero que, aunque sólo gozaron de una vida terrenal, se
ganaron tres vidas en el cielo. Siembro en la lápida de d. Ignacio los versos
del pregón que nunca se volvió a repetir y recojo flores de cera que J.Mª
Delgado y Valderrama olvidaron en el regazo de su Madre Dolores cuando ese Jueves
enterraron a su Hijo. Un negro entierro de luz y de esparto al que acudieron
sin previo aviso las soledades del sargento Elías y del Pili.
De vuelta a la rutina de siempre tomo el cardo y la rosa que
crece a los pies de una cruz que no dice mentiras y los dejo en el recuerdo de
Santiago, que hoy porta la cruz de un Domingo que ahora entiendo que no acabará
nunca y que me conduce, por el camino más corto, a un pie herido de hacha y
abierto de par en par.
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